La señora que espera el turno por mí

 
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Se llama Carmen y es mi madre. Viene conmigo al hospital cada semana, en plena pandemia y con tres neumonías a sus espaldas. Y lo hace no con una FFP2 (o dos, como yo) lo hace con su mascarilla de tela portuguesa. Va con esa porque confía ciegamente en que es la mejor que hay, la única capaz de destruir el virus, y solo por 20 euros. Se lo ha dicho su hijo, que no es médico ni virólogo, pero da igual. La señora que cada semana espera el turno por mi confía en que su mascarilla la protege igual que confía en que yo me voy a curar. Y es que ella siempre ha sido una mujer con mucha fe, de hecho durante su juventud fue monja, pero de eso hablaré más adelante. 

Carmen espera mi turno muchas veces durante una hora o más. Lo hace para que yo mientras tanto me pueda ir fuera a pasear o a una zona del hospital con menos gente y así no me agobie con el covid. Y yo me dejo convencer de que eso no es tener morro, y que ya bastante tengo con lo mío.

Carmen se queda de pie, como una estatua, con sus piernas cortas acordes a su constitución manchega mirando fijamente a la pantalla por donde tiene que salir mi número, aunque sepa que aún queda una hora para que me llamen. Sostiene el papel “de la vez” en la mano y espera atenta como si en lugar de esperar a que llamen a su hija para ponerse la quimio en el hospital, estuviera esperando para comprar unos salmonetes en la pescadería. Siempre aprieta con una fuerza exagerada el papel para no perderlo, porque ese papel es el salvoconducto que salvará a su hija, que destrozará los tres tumores malditos que le han salido en un pecho. Pero como ella dice, “no hay que estar triste porque te vayan a quitar una teta, hija, hay que estar contentas porque has salvado la otra”.

Ella no es como yo, no es nada despistada. Nunca perdería el papel de “la vez”, ni se le pasaría una cita médica. Para eso se ha comprado una agenda donde va apuntando las miles de citas que tengo todo el rato: sesiones de quimio, pinchazos en mis brazos y pruebas extrañísimas, como esa en la que me meten en una sandwichera gigante que parece que te va a aplastar, o la que te introducen en un tubo que hace un ruido machacón y donde te sientes como si estuvieras en una rave de techno de la que no puedes escapar.

Ella no lo sabe, pero cuando tengo una de esas pruebas claustrofóbicas me imagino que me da la mano y me dice “tú respira, hija, solo respira”. Y lo hago. Y cuando me quiero dar cuenta ya ha pasado una hora y ya puedo salir al pasillo donde está ella, tranquila, como siempre, con su mascarilla portuguesa, esperando para llevarme de vuelta a mi casa no sin antes preguntarme: “¿Seguro que no te quieres venir a la mía”? Vente, hija, y te hago un filete.

A veces tengo la indecencia de enfadarme porque viene a mi casa a buscarme para ir al hospital con demasiado tiempo, e incluso, me atrevo a rumiar por los acelerones y los frenazos que da haciendo que me estampe contra el salpicadero del coche antes de haberme puesto el cinturón. Y otras, refunfuño porque está siempre diciéndome lo de que si me hace un filete. Le explico que quiero basar mi dieta en fruta, verdura, quinoa y otras cosas que una tal Doctora Odile, recomienda en su libro “Mis recetas anticáncer”. Pero da igual, por mucho que se lo razone, para ella nada de eso alimenta tanto como un buen filetón de ternera. Otras veces me desespero, aunque me lo intento tomar a risa. Ella cada vez se está quedando más sorda y yo, entre la quimio y las bajas temperaturas cada dos por tres estoy afónica, sin voz. Para mí es incomprensible que una experta en matemáticas, capaz de descifrar el número Pi, luego no se apañe para subirle el volumen a su sonotone, pero así es. Hay días en los que en el hospital hablo con mi madre con gestos. La gente debe pensar: “Pobre chica, con lo joven y mona que es: y además de tener cáncer, sordomuda”. 

Siempre que vamos al hospital conduce ella. Carmen va con su Ford Ka, agarrada fuerte fuerte al volante y exageradamente pegada a él. Dice que así se siente más segura. Y yo, cuando la miro con los brazos así puestos, me parece que tiene forma de croissant. O como ella los llama "curasán". Mi madre siempre ha tenido problemas para pronunciar determinadas palabras. Las que peor se le dan son las que llevan una “x”. Es que en su época, dice, les enseñaban que eran iguales que las “eses”.

Recuerdo cuando éramos pequeños. Mi madre, profesora de instituto, se ponía nerviosa cuando llegaba la época de enseñar los triángulos convexos. Así que, practicaba con nosotros la palabra “convexos” muchas veces para que sus alumnos adolescentes no se rieran luego en clase e hicieran bromas con los triángulos “con-besos”. Carmen no era profesora en un instituto cualquiera, lo era en el mío, aunque si hubiera querido, podría haber sido profesora de universidad porque es Catedrática, o Doctora, ya no me acuerdo. Dice que no quería enseñar a chavales tan mayores, pero yo creo que si se quedó en un instituto a pesar de su increíble talento para los números, era por tener a todos sus hijos controlados. Sobre todo a mí, que siempre fui la que dio más guerra. Como aquel día que estaba enseñando en clase y de repente me vio en el patio haciendo pellas y además, fumando un cigarrillo, ¿o era un porro? Ya no me acuerdo. Sus alumnos, que eran amigos míos, me empezaron a avisar por la ventana, pero yo no les vi. Me imagino a mi madre, ahí mirándome e intentando seguir la clase como si nada, como si su hija pequeña no se hubiera hecho mayor de repente y ya no pudiera hacer nada para controlarla.

A mí no me pasará eso con mi hijo, no me asustaré de nada porque yo en mi juventud ya he hecho de todo. Mi madre no. Carmen, como adelantaba al principio, fue monja. Me gusta imaginármela en la universidad a finales de los años sesenta. Ella dice que nadie en su clase lo sabía porque no llevaba hábito, pero viendo las fotos, estoy segura de que era evidente para todos: el pelo corto, la falda por debajo de las rodillas y las gafas de culo de botella: nadie que aspire a conquistar a otra persona que no sea a Dios, se atrevería  con esta estética. 

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Ella se centraba en el álgebra, las derivadas y las hipotenusas, mientras sus compañeros gritaban por los pasillos “Masetú, masetú” con un libro rojo en la mano. Tuvieron que pasar años, hasta que conoció a uno de aquellos chavales con melena, para enterarse de que lo que coreaban sus compañeros de chaquetas de pana era Mao Tse Tung y que no querían acabar con España, solo votar. El joven que se lo explicó era mi padre. Y se ve que ni él ni sus compañeros sabían que en China tampoco había democracia.

Y si mucha gente de su generación fue virando ideológicamente hacia posturas más y más conservadoras, mi madre ha hecho el camino contrario y ahora, a sus 75 años no se pierde una manifestación, va a todas, bueno, o iba, ahora no. Ya sabemos que ahora manifestarse es de gente de derechas.

No sé cuánto aprendieron sus alumnos con ella, pero a mí siempre me ha enseñado muchas cosas. Asimilé bien la lección de que hay que estudiar lo que te guste para luego divertirte trabajando, y gracias a eso me hice guionista. Atendí, pero no mucho, cuando explicó que lo material no es importante, por eso siempre ando reclamando a mi ex esto o aquello. Y directamente miré hacia otro lado cuando explicó la lección de lo importante que era no guardar rencor y perdonar, dos asignaturas que siempre me quedan para septiembre.

La señora que siempre espera el turno por mí en el hospital me enseña cada día que ser madre era esto, sacrificarse todo el rato sin esperar nada a cambio, sin desfallecer, sin perder la sonrisa, llorando a escondidas para no dejar nunca de transmitir fuerza y valentía a tu hija. Desde que los tumores aparecieron en mi teta ya nunca hago pellas en sus clases, la observo sin perder detalle, muy atenta, tanto como ella lo está a la pantalla para que no se le pase mi vez en el hospital. 

 
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