Adiós, pelazo, adiós

 
Mi pelazo tampoco quería irse

El día 11 de agosto apareció una visita del todo inesperada en mi vida. El oncólogo me dijo que tenía un cáncer de pecho. Como Luz Casal, como Olivia Newton John y como Terelu Campos. Una píldora difícil de tragar que llegaba, además, después de un año especialmente duro: separación traumática con un niño de tres años, batalla judicial, pandemia mundial, confinamiento, y ahora… un cáncer. Me sentía como si acabara de salir de la Guerra Civil y me mandaran directamente a la II Guerra Mundial: joder ¡que soy una treintañera separada no la División Azul!

Tras prometerme el oncólogo en repetidas veces que no me voy a morir, me viene la primera gran preocupación: mi pelo. Perdón, mi pelazo. “¿Lo voy a perder, doctor?", "Todo, querida". Oh, Diosito, ¿por qué me mandas este cáncer ahora, justo ahora que me acababa de hacer el alisado de queratina? Puede parecer superficial, pero no lo es. Estar calva es recordar todo el rato que estás enferma. Estar calva es perder parte de tu feminidad, de tu capacidad de seducción y de tu autoestima. Y lo peor: estar calva cuando tienes un niño de tres años es parecerte a una bruja. ¿Por qué demonios le dejaría ver a mi hijo la peli esa de Netflix donde todas las brujas son calvas? Intento visualizarme como si fuera la teniente Ripley luchando contra Alien, pero no me sale, soy demasiado coqueta, creo que mi calva se parecerá más a la de Britney.

 
Britney después de bajarse una caja de orfidales

Miro en Internet, al parecer han inventado una máquina conectada a un casco a cero grados que te lo pones en la cabeza durante las sesiones de quimio y no se te cae el pelo. Los comentarios me desaniman, carísimo y unos resultados que rondan entre el 50% de efectividad, demasiada imprecisión: me da miedo que se me caiga la mitad derecha del pelo y parezca un adefesio.

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Sigo mirando, veo que hay gente que se hace su propio casco frío versión low cost.  ¿Y si me pongo una bolsa de guisantes congelados y listo? 

Pelo en la cabeza y guisantes para cenar, ¿quién da más?

Me dejo de experimentos y decido pillarme una peluca. La mejor del mercado. Alucino con la cantidad de tiendas de pelucas oncológicas que hay en Madrid. El catálogo es enorme. Me pillo por mil euros una que se parece bastante a mi pelo: largo y con flequillo. Un dineral sí, pero no quiero que en el juicio por la custodia de mi hijo se note que tengo cáncer. Me da pánico que mi ex pueda utilizarlo en mi contra.

¿Cómo haré para ocultarle al niño que su madre está calva durante un mes? Me aterroriza estar jugando con él, que me tire de la peluca y que de repente vea mi cabeza sin pelo y se asuste. Me entran mil inseguridades, mil miedos, shock total, colapso, hecatombe, orfidales.

Mi mejor amigo me dice que todo va a salir bien, pero llevo demasiado tiempo oyéndole decir esa frase y cada vez todo se complica más. Él sigue empeñado en sacarme una sonrisa, y me dice que cuando me quede calva no voy a parecer una enferma, voy a parecer una súper redskin girl. Me intento agarrar a este pensamiento empoderador pero no consigo mantenerlo. Otra vez se me viene a la cabeza Britney.

Han pasado quince días desde la primera quimio. El pelo se empieza a caer. Sólo el de la cabeza, el pelo de los brazos sigue ahí fuerte, robusto, agarrado, ni pudo con él el láser diodo ni podrá la quimio con él. Un día mi hijo me estaba acariciando por detrás de las orejas cuando se le empezaron a quedar mechones entre los dedos. Lloro y lloro. El niño no entiende por qué. Orfidal otra vez.

Suena el teléfono. Es mi hermana. Dice que mi madre le ha contado lo mal que llevo lo de quedarme sin pelo y que se lo rapa conmigo. Se abre ante mí el cielo.

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Quedamos el sábado en el jardín de mis padres para hacer la Ceremonia del Santo Rapado. Mi cuñado pone música balcánica y hace las veces de peluquero, ha preparado dos taburetes, uno para mi hermana, otro para mí. Las dos nos sentamos y nos empieza a cortar el pelo, primero con la tijera, luego mete la maquinilla. El pelo cae en el césped pero no pasa nada. Solo cae pelo, no lágrimas, como esperaba. De repente aparece mi sobrina de siete años con otro taburete y dice que también se rapa. Mi hermana no es coqueta. Mi sobrina tampoco, no tienen ese tonto apego al pelo que tengo yo. No le dan importancia y me contagian su naturalidad. Me dicen que me parezco a Eleven de Stranger Things y me imagino como ella, con súper poderes, pero en vez de luchando contra el Demogordon, luchando contra el cáncer. Las dos nos quedamos cansadas después de luchar, pero las dos ganamos la batalla. Estamos toda la tarde con la cabeza al aire, no paramos de repetir lo cómodo que es.

Pero cuando se van me derrumbo. Ahora sí que me siento una paciente oncológica. Los súper poderes de Eleven han desaparecido y me siento sin fuerzas. Me encantaría ser de ese tipo de mujeres que asumen su enfermedad y salen a la calle con su pañuelo sin más, esas mujeres fuertes que aceptan su diagnóstico y le dicen al mundo: “esta soy yo ahora y voy a por todas”, que publican en Instagram con orgullo sus cabezas calvas y acumulan miles de likes (entre ellos el mío) por su valentía y fortaleza. Pero no lo soy.

No lo soy y no pasa nada, ¡no pasa nada! Me repito frente al espejo una y otra vez. Bastante tengo con lidiar con esta enfermedad, con no contagiarme el covid y con la batalla judicial que tengo por delante. Así que adiós pelazo querido… y hola peluquita preciosa. 

 
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Cinco cosas que no debes decir a un amigo con cáncer.