El miedo

(y mis 5 truquis para combatirlo)

 
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En estos meses el miedo se ha convertido en un compañero de piso de esos que no has elegido tú. A veces está encerrado en su habitación quietecito y otras invade tu espacio llenándolo todo con su mierda. En esos momentos me sumerjo en lugares muy oscuros de los que luego me cuesta salir. Como os podéis imaginar, mi principal miedo, teniendo cáncer, es a morirme. Sí, a morirme. Y dejar a mi hijo huerfanito, a mis plantas sin regar y a mis collages en un trastero. Esto me preocupa especialmente. A veces me imagino a mis amigas repartiéndose mis cientos de cuadritos DIY y teniendo movida con sus maridos: "¡Que no cariño, que por mucho que fuera tu mejor amiga no vamos a llenar el salón de vírgenes con entrecejo!" Y yo, gritando desde el cielo: ¡No es una virgen, es Frida Kahlo!

Y si controlar el miedo a la muerte es tirando a complicado, hay algo que lo convierte en una misión casi imposible: Walt Disney. De verdad, es que cada vez que me siento con mi hijo a ver una película de dibujos, la madre se muere en los primeros minutos: Bambi, El Rey León, Buscando a Nemo, Ice Age… ¿A qué viene esta madre-fobia? ¿por qué queréis acabar con nosotras, malditos productores de cine infantil? Está claro: Freud estaba obsesionado con "matar al padre" y Disney con “matar a la madre”. Afortunadamente he desarrollado algunos truquis que me ayudan a mantener el miedo a raya:

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 1. Hablar de ello. La frase "lo que no se nombra no existe" es útil para combatir el machismo (de ahí la importancia de hablar de las científicas) pero no vale para combatir el miedo. En este caso, lo que no nombras se hace más grande. Así que, si tienes miedo a la muerte, a que el cáncer vuelva, a que te salga un linfedema y se te ponga el brazo de elefante o a no volver a gustarle a un chico con una teta postiza...¡dale la turra a tus amigas! Confieso que yo a veces me siento mal por las palizas que les doy, pero luego me acuerdo de sus notas de audio de 12 minutos y se me pasa.

 2. Pensar en mujeres (aún) más desgraciaditas. Es normal que te autocompadezcas: te vas a quedar sin una teta y puede que tengas que pasar, como yo, el resto de tu vida tomando pastillas y poniéndote inyecciones con forma de arpón en la tripa. Pero creedme, hay gente en peor situación. ¡Siempre hay alguien que está peor! Buscar tu “referente-desgraciadito” es algo muy personal, a mí me ayuda pensar en las refugiadas de los campamentos de Moria, en Grecia. Porque si yo tengo miedo estando en tratamiento, ¿cómo tiene que ser notarte un bulto y saber que no vas a poder hacerte ni una mamografía? ¿cómo se consigue dormir sabiendo que jamás podrás pagar el medio millón de euros que vale un tratamiento como éste y encima sin orfidales a mano? Ellas darían lo que fuera por tener tus náuseas de la quimio, tu piel quemada por la radio y el dolor que te provocan las inyecciones, porque eso les daría algo que nosotras sí tenemos: esperanza. 

En realidad no hace falta irse tan lejos para buscar un “referente-desgraciadito”. También puedes meterte en uno de los cientos de grupos de Facebook que hay de “Mujeres con cáncer de mama”. Pronto encontrarás a alguien que esté peor que tú. Pero recuerda, ¡tú también serás el “referente-desgraciadito” de otras chicas! Sí, tías a las que, por ejemplo, no las tienen ni que quitar la teta entera, solo un trocitín (malditas suertudas, qué tirria las tengo). 

3. Pensar en las cosas buenas que me ha traído esta enfermedad. Sí, el cáncer es una mierder. Y me ha hecho tener que acostumbrarme a convivir con la incertidumbre y familiarizarme con expresiones tan chungas como “abraza tu miedo y ahora déjalo marchar” (frases que oigo en las meditaciones locutadas por latinos del Youtube). Pero cuando me da bajona por esto, me acuerdo de todas las cosas buenas que también me ha traído: la posibilidad de pasar más tiempo con mi hijo, de retomar el contacto con antiguas amistades o de cultivar un huerto en el campo (no sabéis lo que hay que currar para comerte una puta lechuga ecológica). Incluso me atrevería a decir que desde que escribo públicamente sobre mi cáncer, está aumentando el interés de los chicos en mí. Claro, si por interés entendemos que te escriban hombres desconocidos de madrugada diciéndote: “Hola belleza, ¿sabes que me ponen mucho las mujeres calvas?”.

 4. Tener un altar de los ancestros. Es decir, un altar de tus familiares muertos. Esto me lo ha recomendado mi chamán de confianza (un vecino mío banquero que entiende mucho de las cosas del más allá), aunque también se me podría haber ocurrido a mí solita viendo la película de Coco. Mi chamán de confianza dice que mis familiares me protegen desde el cielo. Yo, la verdad, no sé si creo en ello o no, pero seguro que mal no hace. En mi altar, mezclados con los muñecos de mi hijo, están mis abuelas Emilia y Maria Luisa, mi abuelo Pepe y mi abuelo José María, que como está en proceso de beatificación, su protección, digo yo, vale por dos. Por supuesto, también están mi difunta gata Leonsia, mi difunta gata Pitusita, mi difunta gata Misifú y mi difunta gata Cascabel. Todas me protegen desde el cielo sin tenerme en cuenta lo poco que las protegí yo a ellas. 

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5. Visualizarme ya sanada. Esto es FUN-DA-MEN-TAL, según los Youtubers latinos de las meditaciones. Tienes que imaginarte escenas concretas. Yo, por ejemplo, me imagino dentro de 15 años sufriendo porque mi hijo se ha convertido en un adolescente que nunca se lee los posts de su madre, ni siquiera me sigue en Instagram y encima protesta: “Es que llevas 15 años escribiendo sobre el cáncer que pasaste cuando yo tenía 4 años, ¡ya aburres mamá!”. Y yo le contesto ofendida: “Mira niñato, soy una onco-influencer, y gracias a todos los productos que las marcas me siguen enviando, tú puedes usar la crema hidratante Especial Pieles Radiadas, así que no te quejes”. Además, si La Bienquerida lleva 30 años viviendo de su ruptura amorosa, ¿por qué no voy a poder vivir toda la vida de mi cáncer, que es algo mucho peor?”. Y luego me imagino que me despido de mi hijo muy digna. Me pinto los labios y me voy directa a la entrevista más importante de toda mi carrera: en el saloncito de Ana Rosa. Allí, la que sigue siendo la reina de las mañanas, me mira fijamente y me pregunta: “Sé que han pasado muchos años desde que superaste aquel cáncer, pero cuéntanos, ¿cómo conseguiste mantener el buen humor en unos momentos tan duros?” Yo contesto super bien, como si fuera la primera vez que me hacen esa pregunta, aunque más tarde pierdo un poco las formas cuando me sacan el tema de mi idilio con un joven futbolista del que ya había dicho que no quería hablar. 




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